Posted: 11 Sep 2011 12:48 PM PDT
No hay nada como ser un niño. Aunque cuando lo eres, no puedes comparar con ninguna época de la vida, por lo que no se llega a valorar la increíble libertad y desinhibición de la que se disfruta. Cualquier rincón del universo se convierte en un mágico campo de juego. Sin límites. Sin reglas. Incluso mejor, tú mismo estableces tus propias reglas.
El problema, por supuesto, aparece cuando el campo de juego se comparte con otros elementos que no siguen las mismas normas, sino que se ciñen a las de «los mayores». Y sobre todo, esperan que tú también las cumplas. Y en un mundo adulto donde se manejan máquinas que rondan la tonelada y tienen la capacidad de adquirir gran energía cinética, saltarse las normas puede tener consecuencias funestas.
Pero si los retoños humanos disfrutan de una increíble libertad y desinhibición es porque aún no han adquirido la capacidad de limitarse. Por eso, para evitar que la carencia de límites les lleve a entornos inseguros, y aunque nos duela en el alma, la obligación de aquellos que nos consideramos adultos es imponer límites. Establecer las reglas.
En los últimos años, la neurociencia nos ha enseñado mucho sobre cómo funciona el cerebro. Es una máquina biológica asombrosa, realmente increíble. Su plasticidad es enorme y, contrariamente a lo que se creía, perdura hasta la más avanzada edad (si no sobreviene algún mal, claro está). No obstante, hay dos épocas en que su desarrollo alcanza cotas increíbles: los primeros años de vida y la adolescencia.
Para que os hagáis una idea, en los primeros tres años, cuando se forma la personalidad del futuro adulto, el cerebro del niño crea un millón de nuevas conexiones sinapticas por segundo. Es posible alterar dichos caminos más adelante en la vida. Pero es mucho más difícil.
Es una cantidad impresionante. Pensadlo bien, un segundo, un millón de nuevos caminos sinápticos en el cerebro. Es una cantidad impresionante. Cada nuevo estímulo permite alterar, literalmente, la estructura del cerebro. Hoy en día la neurociencia ha avanzado hasta el punto que sabemos que estímulos debemos dar para fomentar los cambios adecuados en el cerebro de una persona. Obviamente, lo ideal es proporcionar dichos estímulos justo en el momento en que la creación de sinapsis es más activa.
Todo esto, viene a querer decir algo que, en realidad, ya sabíamos de toda la vida. Lo que se aprende de pequeño dura para toda la vida. En cambio, reeducarse uno mismo siendo adulto es más complicado, requiere muchísima voluntad (que, por cierto, la fuerza de voluntad no es una cualidad natural, es aprendida; por ello nos cuesta tanto tenerla).
En este sentido, cada segundo que pasamos sin enseñar algo a un niño es una oportunidad perdida. O, mejor dicho, un millón de oportunidades perdidas. Y, lo que es peor, a menudo no sólo omitimos una enseñanza positiva, sino que damos una enseñanza negativa. Por que los niños aprenden todo lo que ven, todo los estímulos que reciben quedan gravados en su cabeza en forma de nuevas conexiones entre neuronas.
Al respecto, recuerdo algo que vi hace algunos años ya. Estaba yo como peatón, esperando en un semáforo. En la acera de enfrente había una madre con una niñita de la mano. Un señor con corbata pasó a su lado, miró a izquierda y derecha e hizo el ademán de empezar a caminar. La madre le llamó la atención. Dijo “oiga, por favor“, mientras alargaba el cuello apuntando a su retoño. El hombre dio un paso atrás, y masculló lo que parecía una vergonzosa disculpa.
Podríamos analizar mucho de esta anécdota. En primer lugar, el hecho de que el hombre entendiera lo que quería decir la madre, y que se avergonzara por ello, significa que él sabía que estaba actuando incorrectamente, que podía ser un mal ejemplo. Sin embargo, sabiendo cual es la actitud correcta, eligió ignorarla. No tenía bien aprendido su límite.
En segundo lugar, que la madre dio suma importancia a evitar que su chiquilla aprendiera cómo saltarse una norma básica. Reforzó una conducta positiva, que algún día en el futuro podría salvar su vida. La niña ha aprendido que un semáforo en rojo es un límite que no se puede pasar. Y que esa norma es universal, no sólo para ella.
Todo lo dicho se puede aplicar básicamente en todos los ámbitos de la vida, de eso no cabe duda. Y sin querer restar importancia a otros aspectos de la educación de un ser humano, la educación vial tiene un par de características que la revisten de seria gravedad.
Y es que todos, queramos o no, somos usuarios de la vía. Cuando uno estudia la raíz cúbica puede dudar si le será útil en su vida. Pero aprender a moverse en un entorno social, ya sea a pie o en vehículos, es algo que todos pondremos a la práctica día sí día también durante toda nuestra vida.
Por ello, es imprescindible aprovechar la época en que el cerebro se está estructurando a si mismo para que los futuros ciudadanos aprendan cuales son los límites que deben respetar en la circulación, en el sentido amplio de la palabra. Que en la calle, o la carretera, ya no puede inventar sus propias reglas. Sobre todo, porque no respetar dichos límites una sóla vez puede cambiar la vida para siempre… o peor.
Fuente: Revista Circula Seguro
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